Sentido
La cuestión es el sentido: de la
vida, de una relación, de un trabajo, de cada una de las cosas que hacemos o
del conjunto de la vida que llevamos. Aventuro una hipótesis: el sentido es el
sinsentido que uno deja, al que renuncia. ¿Qué es el “sinsentido que uno deja”?
Es la intención directa del sentido. ¿Qué queda tras la renuncia a la intención
directa del sentido? El sentido como algo indirecto, mediatizado por el hacer
no por las expectativas o las pretensiones que anidan en nuestra mente. Veamos.
La intención directa del sentido consiste en buscar el sentido en sí, sin
mediaciones: el sentido abstracto basado en un ideal. Pero dicho sentido no
existe, lo ideal no es real (al menos, en este mundo). ¿Quién se embarca en la
búsqueda de tal abstracción? Quien lamenta la pérdida de un sentido que antes
existió (o que presuntamente se dio) y afronta este déficit de desde una
perspectiva errónea: una sobre-expectativa de sentido, es decir, una pretensión
de sentido excesiva. Dicha pretensión conduce inexorablemente a la frustración.
La búsqueda o el hecho de otorgar un sentido se convierte en un problema
irresoluble (a no ser que nos refugiemos en una religión o en un saber
ancestral impregnado de gnosticismo místico). El remedio, pues, no es otro que
la reducción de ese exceso de sentido mediante una dietética aplicada a
nuestras expectativas (o esperanzas). El sentido
solo es alcanzable si lo
consideramos con cierta modestia, de un modo indirecto a través de un conjunto
de mediaciones: el trato cotidiano, la sensualidad, el afecto explícito, el
respeto, la comprensión, el sexo… Si queremos escapar de las trampas de la
nostalgia, hay que renunciar al sentido directo y aceptar que este se forja en
los detalles cotidianos, en la renuncia a la perfección, en la afirmación de la
vida (sin pretensiones excesivas) y la renuncia al ideal. El sentido no es algo
que se pueda encontrar, sino la resultante de un modo de vida, de un modo de
pensar, obrar y actuar en un contexto determinado en el que se ubica la praxis
cotidiana. Todo lo demás son fantasías, quimeras, artefactos abstractos o
ilusiones sin ningún tipo de anclaje en la realidad, eso sí, sabiamente
administrados por los hierócratas del sentido en el boyante negocio de la
producción y suministro de felicidad de esta absurda sociedad contemporánea.