Freud era judío y nunca, jamás, renegó de su judeidad. Ateo y crítico de la religión, tampoco apoyó la causa sionista -simpatizaba con ella pero no compartía sus ideales- y nunca creyó que Palestina pudiera llegar a convertirse en un Estado judío, aunque desde 1925 era miembro del consejo de administración de la Universidad de Jerusalén. En 1934, celebró que el sionismo no fuese un pretexto para resucitar la antigua religión y apostase por un Estado laico. En definitiva, instalado en una cierta ambigüedad, Freud prefería su posición de judío diaspórico, universalista y atea, y veía en el sionismo una utopía peligrosa e, incluso, una patología: una forma de compensar los sentimientos nacionales frustrados por el antisemitismo. Freud siempre reivindicaba su judaísmo cuanto tenía que afrontar el prejuicio antisemita, pero nunca para identificarse con el ideal sionista u otras formas identitarias de carácter nacionalista. La bicefalia diaspórica le resultaba cómoda: ser judio y...otra cosa más: francés, alemán, ingles, etc. Más que el judaísmo o el sionismo, le interesaba confirmar su judeidad: su modo propio, singular y específico de vivir su judaísmo. Quizás su antisionismo fue la causa de que no se crease hasta 1977 una cátedra de psicoanálisis en la Universidad de Jerusalén. No es menos cierto que durante toda su vida estuvo especialmente preocupado por la posibilidad de que el psicoanálisis fuese identificado como una "ciencia judía", cosa que los nazis no tardarón en hacer.
Fuente: E. Roudinesco,
A vueltas con la cuestión judía. Anagrama, Barcelona, 2011