All we are is dust in the wind

All we are is dust in the wind

A NADIE PRETENDO COMUNICAR CERTEZA ALGUNA. NO LAS TENGO.

A lo sumo alguna conjetura, siempre desde la incertidumbre.

Hace años lo aprendí de Albert Camus. Más tarde, unas palabras de Michel Foucault volvieron a recordármelo: No hay que dejarse seducir por las disyunciones, ni aceptar acríticamente los términos del dilema: o bien se está a favor, o bien se está en contra. Uno puede estar enfrente y de pie.

"La idea de que todo escritor escribe forzosamente sobre sí mismo y se retrata en sus libros es uno de los infantilismos que el romanticismo nos legó...las obras de un hombre trazan a menudo la historia de sus nostalgias o de sus tentaciones, casi nunca su propia historia" (Albert Camus)

http://books.google.es/books?id=GiroehozztMC&pg=PA25&source=gbs_toc_r&cad=4#

PARA QUÉ SIRVE LA FILOSOFÍA. Paco Fernández.


lunes, 8 de marzo de 2010

Texto publicado en El teclado, la revista electrónica del IES Felipe de Borbón.

Imágenes académicas de la postmodernidad: el valor del profesor en el marco de una educación en valores.

Exergo

A diferencia de Albert Camus[1], no puedo imaginar a Sísifo dichoso, ni feliz, ni siquiera, satisfecho. La ausencia de sentido invita a la desesperación. Cuerpo y alma ceden a la tentación de dejarse llevar por la inmediatez de la tarea que comienza una y otra vez, que se consume en sí misma sin apuntar hacia ningún objetivo o meta. Trabajo diario del profesor: no sucumbir ante los atractivos de la frustración y la desidia, no entusiasmarse con la inevitable levedad de las cosas, no acercarse al espejo en el que sísifo, esta vez feliz, nos reta con su mirada.

Exordio

Para evitar malentendidos y como medida de precaución, me permito la licencia de traer aquí dos acepciones de uno de los términos que aparecen en el título de este escrito. El Diccionario de la Real Academia registra trece acepciones del término “valor”, de las cuales transcribo dos, las más relevantes para tratar el tema que nos ocupa. En un primera acepción queda definido como: “Cualidad del ánimo, que mueve a acometer resueltamente grandes empresas y a arrostrar los peligros.” Por otra parte, también como “Cualidad que poseen algunas realidades concretas, consideradas bienes, por lo cual son estimables.”

Blaise Pascal afirmaba que las normas políticas parecen hechas para gobernar un manicomio. No menos se puede decir de la ingente cantidad de decretos, órdenes y leyes que pretenden organizar la Educación -¿o debería decir la Enseñanza?- en este país que un día nos vio nacer fruto del azar, la improvisación, el descuido, la voluntad o el amor. Sea cual fuere la razón necesaria de nuestra presencia en este mundo y en esta tierra, dejémosla de lado, de momento, y pasemos a la cuestión que nos ocupa.

Reflexión

A nadie le pasa desapercibido que incluso en los regímenes democráticos, el Estado tiene una cierta vocación totalitaria. Tendencia que se manifiesta, entre otros, en el ámbito de la Educación. Y el que este término haya sustituido al de Enseñanza es ya un síntoma inequívoco de dicha voluntad totalitaria.

Ya no se trata de instruir en habilidades y conocimientos, sino de ofrecer a la clientela, los alumnos y sus familias, una educación total (-itaria?): además de enseñarles contenidos y cómo manejarlos, hay que forjar sus sentimientos, sus creencias y sus afectos o convicciones, es decir: educar.

Es el poder el que habla y dicta el “modo de vida” para evitar cualquier conato de resistencia, cualquier apuesta por la autonomía. Aquí reside, en mi opinión, el malentendido con respecto a la Educación en valores y su relación con el valor del profesor. Porque los valores no se enseñan; se imponen. Se enseña la filosofía de Sartre, el ciclo de Krebs o el teorema de Gödel. La educación exige la imposición de normas que se cimentan en una serie de valores, siendo su objetivo la interiorización de los mismos por parte de los educandos. Los valores no pueden enseñarse como una teoría física o un teorema matemático, a lo sumo podemos, por ósmosis existencial, transmitirlos ya que son inmanentes a nuestros actos.

De ahí el pleonasmo “educar o enseñar en valores”. Como si se pudiese enseñar de otro modo, como si los valores no estuviesen siempre presentes en todo acto educativo o instructivo. Entonces, ¿por qué tanta insistencia en que la Educación sea en valores si lo contrario es imposible? ¿No será que se pretende que se eduque en ciertos valores y que el profesor asuma la tarea no ya de instruir y formar sino de forjar ciudadanos cuya conducta se cimente sobre la aquiescencia ignorante y la sumisión a un paternalismo estatal que iguala a todos en la ignorancia y la desidia?

La Educación, como tarea que trasciende los límites de la “noble” institución de la Enseñanza, no se puede codificar en un manual de autoayuda, no es un conjunto de prescripciones cuya finalidad se reduce a procurar la salud ciudadana. Enseñar no es poner en escena los valores; repito, éstos no se enseñan, ni la virtud tampoco; se enseña la obediencia como ya nos decía Platón. En la Educación, la importancia debería recaer más en la interrogación que en la respuesta, más en el porvenir que en la tiranía de lo dado. El valor del profesor depende de su apuesta personal por formular las preguntas oportunas y no de su resignación o de su voluntaria servidumbre a un sistema que pretende convertirlo en un sacerdote laico, en el cual su función consiste en transmitir normas, preceptos, recomendaciones y...valores. El valor del profesor reside en su resistencia a solazarse en la pedagogía para auyentar el pensamiento. El valor del profesor está íntimamente relacionado con la inminencia de la pregunta y no con el conocimiento de las respuestas, pues ser ciudadano en un sistema democrático implica la osadía, el atrevimiento de preguntar allí donde se ha establecido que ya están dadas todas las respuestas. La ignorancia -un valor en alza, no lo olvidemos- encuentra su lugar natural en la voluntad paternalista de los “Mandarines”[2], lo cuales establecen lo que debe ser pensado, cómo se debe pensar y a qué concluisones se ha de llegar, o lo que es lo mismo: la negación del pensamiento.

La enseñanza media, hoy secundaria, consiste, cada vez más, en una guardería universal cuyo límite con respecto a los contenidos es el cero (no hay respuesta allí donde no cabe establecer pregunta alguna), en la que el profesorado se ve privado de autoridad, desprovisto de instrumentos disciplinarios y siempre puesto en cuestión por padres y alumnos. Aquí rige la lógica del silogismo perverso. Así razona el educando: como en ocasiones se han cometido injusticias, yo siempre soy el objeto de las mismas. El paternalismo triunfa, la victimización se confirma y la responsabilidad se desvanece. En este contexto viene de perlas una tercera acepción del término ‘valor’: “Persona que posee o a la que se le atribuyen cualidades positivas para desarrollar una determinada actividad.’ El valor del profesor no depende del valor que se le otorga por parte de otras instancias o instituciones, sino de su compromiso con la labor que desarrolla. Cuanto menos valor se le concede más valor necesita para desarrollar su tarea. Es una obviedad pero hay que decirlo: cuanto más y mejor intenta enseñar un profesor menos valor se le otorga. En nuestra profesión la competencia profesional está penalizada. El profesor-colega, amigo, ha sustituido al profesor que forma e informa. La ineptitud ya no es un problema y la ignorancia es el factor que nivela e iguala. Lo que debería ser una excepción, la adaptación curricular (conste en acta que no soy yo el que ha forjado la expresión) se ha convertido en la norma. ¿Es la ignorancia el nuevo valor paradigmático que combinado con la igualdad se presenta como el nuevo principio del que deben emanar normas y disposiciones? La ecuación resulta paradójica: educar para igualar a todos, no en la areté, sino en el cero. El valor del profesor, más allá del que se le otorge, reside, precisamente, en resistirse a esta ecuación, en no someterse a las aporías que se desprenden de la paradoja. Y mucho valor hay que tener para no sucumbir a las tentaciones del maligno: todos iguales, todos ignorantes; y el profesor como maestro de ceremonias de este espectáculo. Y cada uno en su feudo de irresponsabilidad canta una canción cuyo estribillo es la famosa sentencia de Celine: todos son culpables salvo yo. En el laberinto de la postmodernidad se forja un nuevo rostro que se define por tres coordenas: la inocencia, el infantilismo y la victimización; las cuales define un lugar común: el adolescente; cuyo periodo de incubación y desarrollo abarca desde la pubertad hasta el momento de su muerte. Si Valle-Inclán levantase la cabeza, seguro estoy de ello, haría arder en la hoguera sus escritos y los sustituiría por la crónica de esta noble institución, pues sin esfuerzo alguno, sólo registrando su devenir cotidiano, nos ofrecería la esencia del esperpento.
La aguja del giradiscos rasga levemente el vinilo. Carlos Gardel canta Cambalache, esa obra maestra de Enrique Santos Discépolo: “Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador. ¡Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor!

[1] Camus resume el mito del siguiente modo: “Los dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra vovía a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.” La última frase de su célebre ensayo El mito de Sísifo dice así: “Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.”
[2] Término cuyo significado aprendí tras la lectura de Miguel Espinosa, concretamente, de su obra Escuela de Mandarines.