La escena se sitúa al final del Banquete, un diálogo platónico de madurez. Alcibíades le propone a Sócrates un trato: su sabiduría a cambio de cualquier cosa.
Sócrates le responde que es un mal negocio, que él no tiene nada que ofrecerle. Que no se puede dar lo que no se tiene, ni recibir aquello que no puede ser dado. En definitiva, que la sabiduría no es algo que se posea, pues el sabio es precisamente aquél que sabe que no sabe, aquél que es consciente de su ignorancia.
La búsqueda de la verdad, de la sabiduría, es una tarea infinita que, en opinión de algunos, se revela como un imperativo moral. Y, aquí, ocurre como en la Ítaca de Cavafis. La sabiduría no puede ser poseída. La dicha se encuentra en el placer del viaje, no en la meta.
Esto es lo que la sabiduría tiene en común con el amor. Ambos son “objetos” cuánticos: si los definimos, no podemos siquiera vislumbrarlos. Si los vislumbramos, cualquier tentativa de definirlos está condenada al fracaso. Poseer la sabiduría o ser dueños del amor son estados incompatibles con el ser o el hacer de los seres humanos.
Dejarse poseer por la sabiduría, entusiasmarse –en sentido etimológico-, no resistir a su poder de seducción. Seguir el hilo de Ariadna que no conduce a ninguna parte salvo a la conciencia de la complejidad de la vida y del mundo. Y en cuanto al amor: conjugarlo con la alegría, según la entendía William Blake:
Quien a sí encadenare una alegría malogrará su vida alada
Pero, a quien la alegría besare en su aleteo
Vive en el alba de la eternidad…
Y para terminar, una frase que leí hace ya unos cuantos años y que he terminado por hacer mía: de joven quise ser un genio, pero afortunadamente intervino la risa…