Debo ser muy gilipollas por entusiasmarme con todas aquellas
cosas que realmente me entusiasman, y además prolongar el entusiasmo,
alargarlo, tirar de él para que no se agote, para que se mantenga vivo en las
horas muertas de cada día, en esas horas quemadas con sabor a ceniza.
Debo ser muy gilipollas por entusiasmarme con aquellos gestos
que realmente me entusiasman, y además pretender saturar mi cuerpo y mi alma
con ese entusiasmo, recrearlo incesantemente y proyectarlo en palabras que caen
sobre el papel o sobre la pantalla para ordenarlas siguiendo los preceptos que
mi sintaxis les impone. Una sintaxis, todo hay que decirlo, impregnada de una semántica
tan lógica como afectiva, tan real como ficticia, tan falsa como auténtica, porque mis palabras son
y no son máscaras, son y no son disfraces, son latidos de mi corazón transformados
en signos, en huellas condenadas a la extinción, en absurdos para los cuales no
hay hermenéutica posible. Mis palabras son y no son ejercicios de retórica, ni
de erística, ni siquiera el libre juego espontáneo de un lenguaje
autorreferencial que sólo pretende vivir alegremente una especie de narcisismo
inocente. Mis palabras siempre son excesos prescindibles, la expresión de ese
algo que me habita y me excede como una flecha que no puedo dejar de lanzar porque
ya no soporta la tensión del arco que la atrapa.
Debo ser muy gilipollas, o más bien, un gilipollas
entusiasmado: sé que hay una duda metafísica, una duda, como se dice ahora,
estructural, que actúa como riguroso vigilante de mis “caídas” en la banalidad
del comentario inoportuno o en la inconsistencia del acto que no puede aclarar
sus razones.
Hay esperanza en cualquiera de las formas que adopta el
entusiasmo: una meretriz que cobra un alto precio por sus servicios. Hay
ingenuidad, comprensible durante la adolescencia y la juventud pero censurable
cuando el espejo devuelve la imagen de un rostro roturado por el paso del
tiempo. Hay absurdo, intolerable pero insuperable desde que nos abandonaron los
dioses.
¿Quién se entusiasma en mí? ¿Cuál de las formas que me
habitan incurre en ese error de cálculo? El tiempo es un viejo blues cuya
principal ocupación es oxidar las palabras y los sueños que forjaron nuestras
ilusiones. Es laborioso, insistente, pertinaz e insobornable. Es taimado, pues,
en ocasiones, nos hace creer que es nuestro aliado, e incluso nuestro cómplice.
Creemos que podemos definirlo, medirlo y someterlo. Pero cuando muestra su
verdadero rostro, ya es demasiado tarde para enmendar el error. En el momento
en que, entusiasmados, comenzamos a celebrar nuestra victoria sobre el tiempo,
nos damos cuenta de que nos ha consumido, de que nos ha roído el cuerpo y el
alma. De que ha mostrado el absurdo de las grandes palabras que forjaron
nuestros sueños: Esperanza, Amor, Lealtad, Verdad…Y nos damos cuenta de que hemos sido complices de nuestra propia destrucción.