
Eres Otro,
muestras tu rostro: ¿mera figura plástica sometida al disgusto o a la
aprobación? No, el rostro es esa parte de tu cuerpo en la que se inscriben las
claves de tu biografía y se exponen al desciframiento. Borges acierta de lleno
en su poema La suma:
"Ante la cal de una pared que nada
nos veda imaginar como infinita
un hombre se ha sentado y premedita
trazar con rigurosa pincelada
en la blanca pared el mundo entero
(...)
En el preciso instante de su muerte
descubre que esa vasta algarabía
de líneas es la imagen de su cara"
Tu cuerpo, tu
rostro, se presenta como enigma, como misterio que me exige el constante
trabajo de descifrar los signos que manifiesta. Como una obra de arte, los
rostros captan nuestra atención porque exigen que veamos en ellos lo que nunca
hemos visto. Un rostro no se reduce a una cara, como el cuerpo no se resuelve
en un mecanismo en el que se articulan órganos y conjugan funciones. El rostro no
coincide nunca con la imagen que de él nos hacemos, la perspectiva es infinita,
los gestos inabarcables, indefinibles, escapan a la representación de la
mirada. Desalman al ojo escrutador, condenan al fracaso cualquier intento de
fijar sus cualidades. El rostro impugna la reducción que sobre la realidad ejerce
la mirada. Y esto posibilita el que pueda salvarme de ser considerado como mero
objeto, como instrumento. Soy cuerpo, el rostro me humaniza, es el lugar donde
me convierto en persona. Y el otro lo sabe.
Todo intento de posesión está
condenado al fracaso. El rostro del otro confirma mi derrota. La imposibilidad de
representarlo, de hacerlo objeto impide ejercer el poder que somete y anula.
Omnipotencia del rostro, y sin embargo, qué vulnerable. Desnudo se ofrece a la
mirada, se exhibe desvelado porque él mismo es un jeroglífico; no necesita
velos lo que en sí se encuentra velado. Rostro bello, complejo, simple, repugnante
o seductor, no se esconde. Lugar sin barreras, sin muros, se ofrece. Y en este
ofrecimiento, lo estético es secundario, y lo ético viene primero. Antes de ser
odiado, amado, querido o despreciado, es rostro, y me prohíbe la indiferencia
al sacarme de mí mismo. Tal y como ha dicho Lévinas en El humanismo del otro
hombre: "El rostro se me
impone sin que yo pueda
permanecer sordo a su llamado u olvidarlo, quiero decir, sin que yo pueda dejar
de ser responsable de su miseria.”