No vivimos del mismo modo el acto de pensar
una vida y el de trazar una ruta. Un punto de partida –definido, ubicado- y una
meta constituyen el ingrediente de cualquier trayecto. Sin embargo, una vida
parte de un haz de contingencias y, con respecto a su final –no a su finalidad-,
nos debatimos entre el absurdo y la incertidumbre. He aquí la diferencia: en la
ruta, la contingencia puede alterar el itinerario; en la vida, marca su inicio.
Para diseñar una ruta se conjugan razones, motivos, lugares e inquietudes. Intentar
diseñar una vida significa entrar en el juego de la impostura: no existen
cartografías de la existencia humana. La ruta puede ser sinuosa, escarpada,
recta, llana o abrupta. La vida es laberíntica, confusa y complicada. Quizás
ambas coinciden en ser el fruto de un acto libre. La primera es el fruto de una
decisión. La segunda constituye un ejemplo del modo arendtiano de entender la
libertad: el acontecimiento de introducir algo nuevo en el mundo. Así pues, es
un deber moral continuar trazando rutas en connivencia con la vida en este
devenir incesante de necesidades y contingencias en los que se forjan los intentos
de despistar al absurdo: el amor, la amistad, la verdad o la lealtad.
CINE / LA FURIA, DE GEMMA BLASCO
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Hace 11 horas
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