Paul Auster escribió una novela llamada Mr. Vértigo. Una historia de cimas y valles, de cielos e infiernos, tan cercanos a nosotros que nos tocan y nos reclaman.
Nos seduce la idea de vivir como si el tiempo no existiese salvo en el momento de una cita puntual o cuando los imperativos de la vida cotidiana, que custodian el cómputo y el orden de las secuencias de los acontecimientos, deben ajustarse al ritmo que marcan las instituciones o los compromisos. Nos dejamos tentar por esa ciega voluntad de eternidad alojada en el seno de nuestra finitud. Nos dejamos llevar por la pretensión de vivir levemente sin la pesada carga de las ideas, las cuales tienen la paradójica cualidad de ser inmateriales e inconmensurables y, al mismo tiempo, hacernos sentir su gravedad, la dificultad de llevarlas de un destino a otro. En ocasiones nos gustaría vivir a dos metros, al menos, sobre la tierra, descendiendo, de cuando en cuando, para constatar que los movimientos de rotación y traslación siguen su milenario curso sin alteraciones dignas de mención. Esta voluntad de levitación ha sido, es, y será siempre, algo humano, demasiado humano. Voluntad de vivir como si al final no tuviésemos mejor argumento para justificar nuestra existencia que el estribillo de aquella canción: pero si yo sólo pasaba, pasaba por aquí. Vivir para conjurar el vértigo que sobreviene cuando la conciencia revela que no somos más que provisionalidad y contingencia. Instantes en los cuales dejamos de ser quienes somos para ensayar el vértigo que produce intentar “ser uno mismo”, signifique lo que signifique tan inefable expresión.
Uno mismo
Mitad sueño mitad ficción
Y entre ambas mitades
una realidad asintótica al mundo
y sus manifestaciones
Uno mismo Un acontecimiento
Esperado anhelado
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