All we are is dust in the wind

All we are is dust in the wind

A NADIE PRETENDO COMUNICAR CERTEZA ALGUNA. NO LAS TENGO.

A lo sumo alguna conjetura, siempre desde la incertidumbre.

Hace años lo aprendí de Albert Camus. Más tarde, unas palabras de Michel Foucault volvieron a recordármelo: No hay que dejarse seducir por las disyunciones, ni aceptar acríticamente los términos del dilema: o bien se está a favor, o bien se está en contra. Uno puede estar enfrente y de pie.

"La idea de que todo escritor escribe forzosamente sobre sí mismo y se retrata en sus libros es uno de los infantilismos que el romanticismo nos legó...las obras de un hombre trazan a menudo la historia de sus nostalgias o de sus tentaciones, casi nunca su propia historia" (Albert Camus)

http://books.google.es/books?id=GiroehozztMC&pg=PA25&source=gbs_toc_r&cad=4#

PARA QUÉ SIRVE LA FILOSOFÍA. Paco Fernández.


sábado, 22 de enero de 2022

Antropología negativa: escenarios utópicos de lo (in)humano

Artículo publicado en la revista AGORA. PAPELES DE ARTE DRAMÁTICO, N. 2 (VERANO OTOÑO DE 2020)

 

Antropología negativa: escenarios utópicos de lo (in)humano  

Paco Fernández Mengual

 

Me permitiré la licencia de partir del análisis de un mito. No es nada nuevo, sabemos que Platón, que pasa por ser el fundador de la filosofía, utilizó este recurso con cierta asiduidad. Y parece que no le fue tan mal, pues hay hasta quien dice que toda la historia de la filosofía occidental se reduce a ser una nota a pie de página de la filosofía platónica.

Quizás sea el Edén o el Paraíso uno de los primeros escenarios “utópicos” de la historia diseñados por el ser humano. Sí lo es, al menos, desde la perspectiva de nuestra tradición judeocristiana. Dios creó allí un espacio exento de dolor, sufrimiento, preocupaciones, sueños y deseos, habitado por dos seres protohumanos hechos a su imagen y semejanza. Y digo “protohumanos” porque el Edén no es un lugar de humanidad, sino, más bien, de prefiguración de la misma. A diferencia de los escenarios dibujados por las utopías desde Platón hasta nuestros días, el Edén no está situado en un futuro más o menos lejano, sino en un tiempo pretérito primordial. Su clave hermenéutica no es prospectiva sino retrospectiva. No es un u-topos al que no se ha llegado, sino uno que se ha perdido. En la flecha del tiempo, su idiosincrasia es paradójica: el relato edénico revela que no se llega al final más que volviendo al principio, que la historia terrenal no es más que un paréntesis que Dios abre en la eternidad.

El ser humano, nos recuerda Schopenhauer, es un animal de carencias, las cuales producen la insatisfacción que, a continuación, se traduce en deseo. La vida es deseo insatisfecho y el deseo es la manifestación de una carencia. El Edén es dispuesto por Dios para ubicar a un ser sin carencias, sosegado y satisfecho. Pero la imagen y la semejanza no son la identidad. Adán y Eva se asemejan a Dios, pero no son Dios. Comparten ciertas funciones con los animales, pero no lo son. ¿Qué son? El mito judeocristiano nos remite a la consideración del ser humano como una doble negación: ni Dios ni animal. O, más bien, el espacio fronterizo, la tierra de nadie definida por esas dos negaciones.

Después de más de dos mil quinientos años de reflexión filosófica, no hemos logrado responder a la pregunta sobre el ser del hombre de un modo concluyente. El ser humano sigue siendo un interrogante para sí mismo. Albert Camus llegó a definirlo como el único animal que se niega a ser lo que es. Pero el filósofo francoargelino no se detuvo en revelarnos en qué consiste ser humano. Nos dio una pista: con el ser humano el absurdo se introduce en el mundo. Ni el hombre ni el mundo son absurdos. El sinsentido nace de la relación entre ambos, cuando a la pregunta sigue el silencio como respuesta. Quizás una reafirmación de la negatividad, pues ¿no se caracteriza el absurdo como la ausencia de sentido? Así que ni sabemos quiénes somos ni qué nos negamos a ser. Jean Paul Sartre negó que el ser humano tuviera naturaleza o esencia y afirmó que, en él, la existencia precede a la esencia. Nuestras acciones no vienen determinadas por nuestro ser o esencia, sino que esta se va definiendo en función de nuestros actos. No somos y, por lo tanto, hacemos, en función de ese ser, sino que hacemos, y de ello cabe derivar aquello que somos.

Volvamos al escenario utópico edénico. Los dioses son caprichosos y el Dios de la Biblia no lo iba a ser menos. Si no, ¿qué razón tendría la divinidad -si es que es lícito a los humanos pedirles explicaciones a los dioses- para situar justo en el centro del Edén el Árbol del Bien y del Mal? “Puedes comer de todos los árboles del jardín; pero del árbol de conocer el bien el mal no comas; porque el día en que comas de él, tendrás que morir.” La muerte a la que se refieren las palabras de Dios no es física, remite a una transformación, incluso a una metamorfosis, de la condición “humana”. Es una herida en el seno de la creación que jamás podrá ser curada, pues se instalará como una marca en el alma de todo ser humano.

 ¿Quizás Dios era consciente de la incompatibilidad entre el ser humano y el sosiego que se deriva de una existencia plena? ¿O su plan consistió en crear dos seres pre-humanos y proporcionarles la posibilidad de humanizarse introduciendo la tentación en su divina obra? Porque es sabido que cuando se establece una prohibición se está, al mismo tiempo, generando el deseo de transgredirla. Y el deseo es la expresión de una carencia, de una negación. Así, Dios introduce la negatividad ontológica en el seno de su creación. A esa negatividad la llamamos “ser humano”. La expulsión del Paraíso supone la emergencia, ahora ya sí, de lo que denominamos “ser humano”. La voluntad divina ha operado en dos fases para posibilitar dicha eclosión: en primer lugar, introdujo en el corazón de Adán y Eva el sello de la insatisfacción al establecer el lugar de la prohibición y la tentación resultante; en segundo lugar, la expulsión por el acto transgresor les hace entrar en el mundo de la finitud y de la temporalidad, del placer y del dolor, es decir, en el mundo de la humanidad.

¿A qué pudo referirse Camus con su alusión a la negativa del ser humano a ser lo que es? Quizás el mito nos de alguna pista o nos permita sugerir alguna hipótesis no demasiado absurda. Sigamos el rastro de ese sabor a manzana que inauguró la historia de la humanidad y configuró un escenario vital caracterizado por el sudor en la frente como condición para ganarse el pan y el parto con dolor como proceso de perpetuación de la especie.

El acto de comer del Árbol del Bien y del Mal, del Conocimiento, será calificado como pecado y la Caída pervivirá como un estigma del alma humana. ¿A qué obedece semejante castigo, aparentemente tan desproporcionado? La clave del asunto la encontramos en Génesis, IV, 22. Dios confiesa que al comer del Árbol del conocimiento Adán se ha hecho igual a Él, pues ya es capaz de distinguir el bien del mal, cosa inconcebible antes de la Caída. Pero, además, muestra su temor a que, motivado por su transgresión, insista en otra y se iguale definitivamente a Él al comer del fruto del Árbol de la Vida, lo cual le reportará la eternidad. Deseo de saber y deseo de eternidad: ¿no son estos los dos elementos fundamentales de la condición humana? ¿No son, acaso, la omniscencia y la victoria sobre la muerte, las promesas de la serpiente cuando insiste en que si desafían la prohibición divina serán como Dioses? ¿No es acaso el deseo de ser Dios lo que constituye el pathos de lo humano? El hombre se niega a ser lo que es, es decir, humano, porque anida en su corazón, de un modo explícito o latente, el deseo de ser Dios: inmortal y omnisciente. “Dios ha muerto”, dice Nietzsche en la Gaya ciencia, y dicha constatación implementa el proceso de secularización del Edén primigenio. El hombre, armado de ideología y tecnociencia, ya no reconocerá ningún límite para diagramar nuevos escenarios utópicos o distópicos, pues el ideal de un “ser humano nuevo” en una “nueva sociedad” exige el sacrificio del presente con vistas al futuro y el sometimiento a la máxima según la cual el fin justifica los medios. En el siglo XIX comenzará a sembrarse la semilla ideológica que germinará con las utopías totalitarias del siglo XX.  

Tras varios siglos de utopías y distopías, hemos constatado que el deseo de ser dioses ha devenido en barbarie totalitaria, que el deseo de omniscencia es un desvarío de la razón productora de monstruos y que la sabiduría es inalcanzable. Pero, el deseo persiste. El ser humano debe ser consciente de sus límites y ya que no puede ser sabio, le queda al menos ser filósofo, vivir embarcado en la tarea interminable de desear, buscar y perseguir la sabiduría. Ya que le es negada la sophia, puede dedicarse a ejercer la philo-sophia.

El mito cristiano aporta un elemento fundamental para esbozar una antropología negativa: el concepto de negatividad referido no ya a la naturaleza humana, sino a su condición. El ser humano se define por una doble negación: ni dios, ni animal. En la jerarquía de seres vivos que va de Dios a las células procariotas, no hay ningún espacio ocupado por el hombre (o la mujer).

Todos los intentos de definir “a priori” al ser humano se limitan a señalar como esencial una peculiaridad o singularidad del mismo que enfrentada a la experiencia terminará por remitir a su contrario. La historia del pensamiento está plagada de definiciones de la naturaleza humana. Desde Platón hasta nuestros días, la filosofía no ha cesado de presentar, siglo tras siglo, una definición tras otra. Estas esencias con pretensiones de universalidad y necesidad han generado bipolaridades irresolubles: el ser humano es tan racional como irracional, tan teórico como práctico, tan loco como cuerdo, etc. La propia historia de la filosofía se constituye de un modo paradójico al ser, por una parte, la fuente de donde emanan las definiciones de la naturaleza humana y, por otra, la expresión de las dificultades y aporías que presenta cada una de ellas.

Así, las dificultades insuperables y aporéticas que genera el concepto de naturaleza humana, nos invitan a acercarnos al de “condición humana” para circunscribir la especificidad y singularidad del ser humano. Las diversas antropologías positivas fundamentadas en un concepto absoluto de naturaleza humana, deben dejar paso a lo que quisiera llamar “antropología negativa”, una antropología que se construye sobre el principio de historicidad o de rechazo de toda definición de ser humano al margen de la experiencia social e histórica. La referencia inmediata no sería otra que la caracterización nietzscheana del hombre como “animal no fijado” que presenta en Más allá del bien y del mal. Y “no fijado” significa aquí inacabado, incompleto e indeterminado.

El principio de historicidad nos invita a reconocer la contingencia natural del ser humano, su indeterminación y apertura a lo incierto e impredecible. Dicho principio sería el marco en el que se inscriben dos presupuestos que adquieren el rango de evidencias en las que se inscribe la cuestión de la condición humana:

a)     existe el mundo como condición de toda vida;

b)     existe el ser humano como ser vivo que se interroga sobre su ser en el mundo. Este sería el factor objetivo de la condición humana. El ser humano, desde el momento que se constituye como un “nosotros”, constituye el factor subjetivo o intersubjetivo.

Así, objetivamente, el ser humano es un ser vivo entre otros cuya identidad se forja en la trama de semejanzas y diferencias con el resto de seres vivos. Pero, al mismo tiempo, subjetivamente, el ser humano se sitúa en un lugar privilegiado con respecto al resto de los objetos mundanos, pues se piensa como límite y condición de todo conocimiento. Límite y condición que estructura y diseña la taxonomía de lo existente en el mundo.

Y entre la objetividad del mundo y la subjetividad de cada ser humano, se constituye de un modo dialéctico la experiencia intersubjetiva del “nosotros”. No existe el ser humano solitario, pues la relación con los otros es una nota más de su ser en el mundo. 

El primer dato de la relación ser humano – mundo es la extrañeza. Tienen razón los que hablan de que el ser humano es un ser “arrojado al mundo”: la paz intrauterina es sustituida por un medio extraño al lugar donde se forma el individuo. Vivir esa extrañeza es el comienzo de la experiencia vital. Y de esta extrañeza surge la libertad que le permite mediante la praxis acortar el distanciamiento original y natural que tiene con respecto al mundo. El hombre viene al mundo, pero no a su mundo, viene a la vida, pero aún no ha comenzado su vida. Cada ser humano tiene que construir su mundo. Su libertad, fruto dela extrañeza, se lo exige. Y esa libertad le permite construir su ser, le permite borrar lo que ha sido y transformarlo en olvido, le permite, mediante un nuevo acto de libertad, iniciar algo nuevo, un nuevo proyecto de vida. Así pues, la libertad sería la capacidad o posibilidad del ser humano de crear, transformar o destruir el mundo, su mundo, en un proceso para sobreponerse a esa indeterminación esencial que lo define.  Es decir, la libertad es un modo de paliar la contingencia natural que nos afecta y que nos permite el ajuste a un mundo que comienza ya a ser otro mundo, nuestro mundo.

Es decir, el ser humano viene al mundo, pero este no es su mundo. Es el mundo dado al que es arrojado y a partir del cual tendrá que modelar su mundo. La indeterminación ontológica –no hay un a priori que lo defina- exige una determinación a posteriori, en una situación concreta. Toda definición se genera en la praxis, en la vida, en su biografía o historia.

¿Qué significa “extrañeza? El hombre no es un ser natural, lo cual no quiere decir que no se vea sometido a la ejecución de ciertos procesos “naturales”. Su condición es la artificialidad, pues debe construir las condiciones de su existencia, y su esencia la falta de esencia, su falta de fijeza, su indeterminación. El ser humano es un ser contingente y libre que no se encuentra instalado naturalmente en el mundo. Solo como homo faber puede determinarse y acortar la distancia que lo separa del mundo.

El hombre, a diferencia del animal, se encuentra frente al mundo: un desajuste originario que le insta a configurar su mundo. El hombre se encuentra privado del material a priori, que sí tiene el animal, y que debe alcanzar a posteriori. El mundo frente al hombre es la “situación del hombre”, y esta situación es la expresión de la libertad humana.

En resumen, el ser humano es un ser contingente, in-adaptado e in-determinado que no encuentra un mundo a su medida –no es solo un ser en el mundo, sino frente al mundo. Tiene, por tanto, la necesidad de crear un mundo, es decir, una naturaleza artificial: su obra, su vida, tu obra, tu vida, vuestra obra, vuestra vida.

 

Paco Fernández Mengual. Profesor de filosofía en el IES Infante D. Juan Manuel. Dirige la revista Individualia (Revista Sin Ideas), fundada en 2013. Dirección de correo: Individualia2013@gmail.com. Considera que sus palabras son absolutamente prescindibles, pero una inefable conjunción de vanidad y aburrimiento existencial le llevan a cometer la osadía de hacerlas públicas.

 

 

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